La dignidad humana es inviolable

(Escrito en 🇪🇸🇲🇽– Written in 🇬🇧🇺🇸– Scritto in 🇮🇹🇸🇲– Rédigé en 🇫🇷🇨🇩– Escrito em 🇵🇹🇧🇷

 🇪🇸ESPAÑOL 🇲🇽

(Día Internacional en Apoyo de las Víctimas de la Tortura)

Con carácter general, los derechos no son absolutos. Siempre hay límites al ejercicio de los derechos de los que son titulares todos los seres humanos sin distinción de ningún tipo. Así, en las Facultades de Derecho se suelen poner casos muy variados para explicar la existencia de los límites en el ejercicio de los derechos humanos y de los derechos fundamentes que se reconocen en la Constitución de cualquier país. 

A modo de ejemplo, es cierto que el derecho a la libertad es uno de los más preciados, pero si una persona comete un delito o realiza un acto que dañe los derechos de otra persona, puede ver su derecho a la libertad limitado con la prohibición de acudir a determinados lugares o, en los casos más graves, con la entrada en prisión. Igualmente, los derechos a la libertad de expresión e ideológica, son dos de los derechos más relevantes en cualquier democracia, pero, ¿incluye ese derecho a libertad de expresión el discurso de odio o la defensa de postulados que promueven limpiezas étnicas o el genocidio de comunidades enteras? Evidentemente, la respuesta es clara: NO. Incluso el propio derecho a la vida puede considerarse como un derecho que tampoco es absoluto si tenemos que actuar en legítima defensa para defender nuestra propia vida, ante un riesgo cierto de muerte inminente o para evitar una catástrofe que afecte a cientos o a miles de personas. En esos casos, puede entenderse que tampoco podría considerarse un derecho absoluto, siempre y cuando nos encontremos ante este tipo de situaciones de extrema gravedad que, afortunadamente, son siempre muy excepcionales. 

Pero, si hay un derecho que sea verdaderamente absoluto, un derecho que bajo ningún concepto pueda vulnerarse y un derecho que, por encima de cualquier otra consideración, tenga que respetarse siempre, ese derecho es, sin duda, el derecho que tiene toda persona a no ser torturada ni humillada física o emocionalmente bajo ninguna circunstancia. Así lo establece el art. 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos cuando afirma que “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Por tanto, cuando hablamos del acto de torturar a alguien estamos hablando de una acción que destruye y desprecia por completo la vida de otra persona, pisoteando por completo su condición de persona, su identidad como ser individual y, por tanto, su dignidad humana inviolable como ser humano. Porque es la dignidad la fuente común de la que nacen todos y cada uno de los derechos de los que todas las personas somos titulares, no hay excepciones. 

Pero, ¿qué debemos entender por tortura? Si leemos lo que dice la Convención contra la Tortura y Otros Tratos Crueles, Inhumanos o Degradantes, de 10 de diciembre de 1984 – recordemos que el 10 de diciembre es el Día de los Derechos Humanos – y que entró en vigor el 26 de junio de 1987, podremos comprobar que en su artículo 1 define la tortura de esta manera: “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas”. Por tanto, la tortura es causar a otra persona un dolor físico o emocional insoportables con la finalidad de obtener información, conseguir alguna clase de confesión, castigar a esa persona por algo que ha hecho o se sospecha que ha podido hacer, coaccionar a alguien para la consecución de un determinado objetivo, o con el fin de intimidar, someter o degradar a alguien con finalidad basada en cualquier clase de discriminación. Todo ello, excluyendo aquellos perjuicios que sean consecuencia de las sanciones o castigos que legítimamente se impongan y siempre que sean adecuadas y proporcionales. 

Obviamente, cuando hablamos de tortura, siempre pensamos en aquellas acciones a manos de funcionarios públicos o de aquellas otras personas que realizan alguna clase de servicio público, a petición expresa, con su consentimiento y silencio. Así, los actos de tortura son cometidos por parte de aquellas personas que ejercen funciones de poder y, desde el abuso de autoridad, ejecutan diversos actos de agresión física, sexual y emocional que son totalmente impropias en cualquier servidor público y que son inadmisibles en la actualidad. 

Sin embargo, si bien es cierto que la Convención contra la Tortura ha sido firmada y ratificada por la práctica totalidad de los países del mundo (cosa distinta es que se cumplan), son muchos los países que no han firmado ni tampoco ratificado el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, aprobado en 2002 y que entró en vigor en 2006. Justamente, estos países que no forman parte de este protocolo son acusados periódicamente de cometer actos de tortura en contra de la población civil o en los centros penitenciarios, aunque, a veces las acusaciones de torturas, también se dirigen en contra de aquellos países que sí han firmado y ratificado tanto la Convención como el Protocolo. Y es que, por desgracia, las acciones no son ajenas para casi ningún país y, en la gran mayoría de ellos, la tortura, sea cual sea su forma de comisión, está reconocida como un delito que debe perseguirse bajo cualquier circunstancia y sin excepciones. 

Ciertamente, hay que recordar que la tortura es una clara violación de derechos humanos y, por este motivo, está totalmente prohibida en el Derecho Internacional. Esta prohibición está recogida, no solo en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la Convención y en el Protocolo, también se recoge en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, en el Convenio Europeo para la prevención de la tortura de 1987, en la Carta Africana de los Derechos Humanos y de los Pueblos de 1981, o en la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969.

Pero aún podemos ir mucho más allá. Y es que, sea cual sea su forma de comisión, dentro del ámbito del Derecho Internacional, está considerada como delito de lesa humanidad y así se recoge expresamente en Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, en su artículo 7.1.f), y también en el Derecho Internacional Consuetudinario. Es decir, que estamos ante un delito tan grave y abominable, cuyo rechazo es unánime, su persecución no prescribe nunca y que todos los países están obligados a perseguir sin importar que hayan firmado o no los tratados internacionales que existen en contra del delito de tortura. 

Pero la realidad es bien distinta y, por esta razón, porque aún existe la tortura, muchas veces más cerca de lo que pensamos, los Estados tienen la obligación de garantizar que ninguna persona, sea quien sea, y bajo cualquier circunstancia, pueda ser sometida a forma alguna de tortura, humillación o trato inhumano y degradante. Así pues, el apoyo a las víctimas es del todo incuestionable. Pero no solo hay que trabajar desde la recuperación de las secuelas físicas, muchas de ellas permanentes, sino también en la recuperación de las secuelas psicológicas para que las víctimas de la tortura puedan volver a integrarse totalmente en la sociedad a la que pertenecen con pleno derecho. Todo ello sin olvidar el derecho que tienen todas las víctimas y a sus familias a la Justicia, a la Verdad, a la Reparación y a la Garantía de No Repetición. Porque solo así podrá ser garantizado el respeto hacia todas y cada una de las víctimas, hacia sus derechos más básicos y elementales, desde su empoderamiento en todos los ámbitos de la sociedad y junto con la acción de la Justicia para que los autores respondan de sus crímenes y que nunca más estas atrocidades vuelvan a cometerse. 

Llegados a este punto, es necesario mencionar que, la tortura va mucho más allá de lo que podemos llegar a pensar. Quizá, al menos en un primer momento, podemos no caer en la cuenta de que, a nuestro alrededor, y por desgracia, son muchos más los casos de humillación y de tortura física y emocional de lo que podemos llegar a imaginar. Si nos paramos a pensar un poco en aquellas situaciones en las que miles de personas sufren a diario acciones que atentan en contra de su dignidad, despojándolas de su condición de seres humanos, cosificándolas y, por tanto, destruyendo por completo quienes son hasta límites aberrantes, nos daríamos cuenta de que la tortura está mucho más presente en nuestras vidas y nuestras sociedades de lo que creemos. 

Es cierto, cuando humillamos o agredimos físicamente a otra persona por razón de su sexo, por el color de su piel, su país de procedencia, su orientación sexual e identidad de género, sus creencias religiosas o por cualquier otra circunstancia, lo que estamos haciendo es sencillamente despojarla de su condición de persona, cosificarla, infravalorarla como alguien inferior y, por tanto, anulando su dignidad inviolable como ser humano. A todas estas acciones, las llamamos violencia sobre la mujer, racismo, xenofobia, LGTBIfobia, acoso escolar y de muchas formas más, pero que, sin duda, también constituyen un acto de humillación y de tortura que atacan directamente a sus derechos más básicos y a su dignidad como ser humano, aunque vengan recogidas en distintos artículos del Código Penal y con distinto nombre como delito contra la integridad moral, delito de violencia sobre la mujer, delito de lesiones o, entre otras muchas denominaciones, como delito de odio. Porque, en esencia, todas estas acciones vulneran ese derecho que es verdaderamente absoluto, que no tiene límites y que todas las personas poseen por el mero de ser seres humanos: El derecho a no ser humillado ni torturado jamás, bajo ninguna circunstancia, respetando siempre la dignidad de la persona. Eso es lo que refleja el artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y ese es el núcleo esencial de todo sistema de protección de derechos: LA DIGNIDAD.

No podemos dejar de lado a las víctimas, porque algunas de ellas están mucho más cerca de lo que pensamos. Por eso, como sociedad y también toda la comunidad internacional, hemos de comprometernos exigiendo el fin de toda forma de tortura, no solo aquella que se reconoce como tal en los textos internacionales o en el Código Penal, sino también bajo esas otras formas que, aunque con otro nombre, indudablemente son un acto de humillación y de tortura. 

La impunidad ante toda forma de violencia, odio y discriminación, ante toda forma de humillación y de tortura, no puede ser admitida jamás como algo aceptable dentro de ninguna sociedad. 

Porque la dignidad de toda persona, sea quien sea, es totalmente inviolable y no puede haber excepciones de ningún tipo.

Basta de torturas y basta de impunidad. 

La dignidad humana es inviolable.

Siempre.

🇬🇧ENGLISH🇺🇸

HUMAN DIGNITY IS INVIOLABLE

(International Day in Support of Victims of Torture)

In general, rights are not absolute. There are always limits to the exercise of rights to which all human beings are entitled without distinction of any kind. Thus, in law schools, a wide variety of cases are often used to explain the existence of limits to the exercise of human rights and of the fundamental rights that are recognised in the constitution of any country. 

By way of example, it is true that the right to liberty is one of the most precious rights, but if a person commits a crime or performs an act that harms the rights of another person, that person’s right to liberty may be limited by a prohibition to go to certain places or, in the most serious cases, by imprisonment. Similarly, the rights to freedom of expression and ideological freedom are two of the most relevant rights in any democracy, but does this right to freedom of expression include hate speech or the defence of postulates that promote ethnic cleansing or the genocide of entire communities? Clearly, the answer is clear: NO. Even the right to life itself can be considered as a right that is not absolute if we have to act in self-defence to defend our own life, in the face of a certain risk of imminent death or to prevent a catastrophe affecting hundreds or thousands of people. In such cases, it can be understood that it could not be considered an absolute right either, as long as we are facing this type of extremely serious situations which, fortunately, are always very exceptional. 

However, if there is a right that is truly absolute, a right that cannot be violated under any circumstances and a right that, above all other considerations, must always be respected, that right is undoubtedly the right of every person not to be tortured or humiliated physically or emotionally under any circumstances. This is established in Article 5 of the Universal Declaration of Human Rights when it states that «no one shall be subjected to torture or to cruel, inhuman or degrading treatment or punishment». Therefore, when we talk about the act of torturing someone, we are talking about an action that completely destroys and despises the life of another person, completely trampling on his or her personhood, his or her identity as an individual being and, therefore, his or her inviolable human dignity as a human being. For it is dignity that is the common source from which each and every one of the rights to which all persons are entitled are born, there are no exceptions. 

But what should we understand by torture? If we read what the Convention against Torture and Other Cruel, Inhuman or Degrading Treatment or Punishment of 10 December 1984 – remember that 10 December is Human Rights Day – which came into force on 26 June 1987, we can see that article 1 defines torture as follows: «any act by which severe pain or suffering, whether physical or mental, is intentionally inflicted on a person for such purposes as obtaining from him or a third person information or a confession, punishing him for an act he or a third person has committed or is suspected of having committed, or intimidating or coercing him or a third person, or for any reason based on discrimination of any kind, when such pain or suffering is inflicted by or at the instigation of or with the consent or acquiescence of a public official or other person acting in an official capacity. It does not include pain or suffering arising only from, inherent in or incidental to lawful sanctions». Torture is therefore causing another person unbearable physical or emotional pain for the purpose of obtaining information, obtaining a confession of some kind, punishing that person for something he or she has done or is suspected of having done, coercing someone to achieve a certain objective, or for the purpose of intimidating, subduing or degrading someone on the basis of discrimination of any kind. This is to the exclusion of any harm resulting from sanctions or punishments that are legitimately imposed, provided that they are appropriate and proportionate. 

Obviously, when we speak of torture, we always think of those actions at the hands of public officials or those other persons performing some kind of public service, at their express request, with their consent and silence. Thus, acts of torture are committed by those persons who exercise functions of power and, from the abuse of authority, carry out various acts of physical, sexual and emotional aggression that are totally improper in any public servant and are inadmissible in this day and age.

However, while it is true that the Convention against Torture has been signed and ratified by practically all the countries in the world (although compliance with it is another matter), there are many countries that have neither signed nor ratified the Optional Protocol to the Convention against Torture and Other Cruel, Inhuman or Degrading Treatment or Punishment, which was adopted in 2002 and entered into force in 2006. It is precisely those countries that are not party to this protocol that are regularly accused of committing acts of torture against the civilian population or in prisons, although sometimes the accusations of torture are also directed against those countries that have signed and ratified both the Convention and the Protocol. Unfortunately, the actions are not unknown to almost any country and, in the vast majority of them, torture, in whatever form it is committed, is recognised as a crime that must be prosecuted under all circumstances and without exception. 

Indeed, it must be remembered that torture is a clear violation of human rights and, for this reason, it is totally prohibited under international law. This prohibition is enshrined not only in the Universal Declaration of Human Rights, the Convention and the Protocol, but also in the 1966 International Covenant on Civil and Political Rights, the 1950 European Convention on Human Rights, the 1987 European Convention for the Prevention of Torture, the 1981 African Charter on Human and Peoples’ Rights and the 1969 American Convention on Human Rights.

But we can go much further. And the fact is that, whatever the form in which it is committed, within the scope of international law, it is considered a crime against humanity and is expressly included in the Rome Statute of the International Criminal Court, in article 7.1.f), and also in customary international law. In other words, we are dealing with such a serious and abominable crime, whose rejection is unanimous, whose prosecution is never time-barred, and which all countries are obliged to prosecute regardless of whether or not they have signed the international treaties that exist against the crime of torture. 

But the reality is quite different and, for this reason, because torture still exists, often closer than we think, states have an obligation to ensure that no person, whoever they are, under any circumstances, can be subjected to any form of torture, humiliation or inhuman and degrading treatment. Support for victims is therefore unquestionable. But it is not only necessary to work on the recovery of the physical sequelae, many of which are permanent, but also on the recovery of the psychological sequelae so that the victims of torture can fully reintegrate into the society to which they belong with full rights. All this without forgetting the right of all victims and their families to justice, truth, reparation and the guarantee of non-repetition. Because this is the only way to guarantee respect for each and every one of the victims, for their most basic and elementary rights, based on their empowerment in all spheres of society and together with the action of Justice so that the perpetrators are held accountable for their crimes and so that these atrocities are never committed again. 

At this point, it is necessary to mention that torture goes much further than we might think. Perhaps, at least at first, we may not realise that, unfortunately, there are many more cases of humiliation and physical and emotional torture around us than we can imagine. If we stop to think a little about those situations in which thousands of people suffer daily actions that violate their dignity, stripping them of their condition as human beings, objectifying them and, therefore, completely destroying who they are to aberrant limits, we would realise that torture is much more present in our lives and our societies than we think. 

It is true that when we humiliate or physically attack another person because of their sex, the colour of their skin, their country of origin, their sexual orientation and gender identity, their religious beliefs or any other circumstance, what we are doing is simply stripping them of their status as a person, objectifying them, undervaluing them as inferior and, therefore, annulling their inviolable dignity as a human being. We call all these actions violence against women, racism, xenophobia, LGTBIphobia, bullying and many other forms of bullying, but they also undoubtedly constitute an act of humiliation and torture that directly attack her most basic rights and her dignity as a human being, even though they are included in different articles of the Criminal Code and under different names such as crime against moral integrity, crime of violence against women, crime of injury or, among many other names, hate crime. Because, in essence, all these actions violate that right which is truly absolute, which has no limits and which all people possess by the mere fact of being human beings: the right to never be humiliated or tortured, under any circumstances, always respecting the dignity of the person. This is what is reflected in Article 5 of the Universal Declaration of Human Rights and this is the essential core of any system of rights protection: DIGNITY.

We cannot leave the victims aside, because some of them are much closer than we think. That is why, as a society and also the entire international community, we must commit ourselves to demanding an end to all forms of torture, not only those that are recognised as such in international texts or in the Penal Code, but also under those other forms that, although with a different name, are undoubtedly an act of humiliation and torture. 

Impunity for all forms of violence, hatred and discrimination, for all forms of humiliation and torture, can never be acceptable in any society. 

Because the dignity of every person, whoever he or she may be, is totally inviolable and there can be no exceptions of any kind.

No more torture and no more impunity. 

Human dignity is inviolable.

Always.

🇮🇹ITALIANO🇸🇲

LA DIGNITÀ UMANA È INVIOLABILE

(Giornata Internazionale a Sostegno delle Vittime di Tortura)

In generale, i diritti non sono assoluti. Esistono sempre dei limiti all’esercizio dei diritti che spettano a tutti gli esseri umani senza distinzioni di sorta. Per questo motivo, nelle scuole di diritto si ricorre spesso a una grande varietà di casi per spiegare l’esistenza di limiti all’esercizio dei diritti umani e dei diritti fondamentali riconosciuti dalla Costituzione di qualsiasi Paese. 

Ad esempio, è vero che il diritto alla libertà è uno dei diritti più preziosi, ma se una persona commette un crimine o compie un atto che lede i diritti di un’altra persona, può vedere il suo diritto alla libertà limitato dal divieto di recarsi in determinati luoghi o, nei casi più gravi, dalla reclusione. Allo stesso modo, i diritti alla libertà di espressione e alla libertà ideologica sono due dei diritti più rilevanti in qualsiasi democrazia, ma questo diritto alla libertà di espressione include i discorsi di odio o la difesa di postulati che promuovono la pulizia etnica o il genocidio di intere comunità? La risposta è chiara: NO. Anche lo stesso diritto alla vita può essere considerato un diritto non assoluto se dobbiamo agire per autodifesa per difendere la nostra vita, di fronte a un rischio certo di morte imminente o per prevenire una catastrofe che colpisce centinaia o migliaia di persone. In questi casi, si può capire che non si potrebbe nemmeno considerare un diritto assoluto, finché ci troviamo di fronte a questo tipo di situazioni estremamente gravi che, fortunatamente, sono sempre molto eccezionali. 

Tuttavia, se esiste un diritto veramente assoluto, un diritto che non può essere violato in nessun caso e un diritto che, al di sopra di ogni altra considerazione, deve essere sempre rispettato, questo diritto è senza dubbio il diritto di ogni persona a non essere torturata o umiliata fisicamente o emotivamente in nessun caso. Ciò è sancito dall’articolo 5 della Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo, quando afferma che “nessun individuo potrà essere sottoposto a tortura o a trattamento o a punizione crudeli, inumani o degradanti». Pertanto, quando parliamo dell’atto di torturare qualcuno, parliamo di un’azione che distrugge e disprezza completamente la vita di un’altra persona, calpestando completamente la sua personalità, la sua identità come essere individuale e, quindi, la sua inviolabile dignità umana come essere umano. Perché è la dignità la fonte comune da cui nasce ogni singolo diritto di cui tutte le persone sono titolari, non ci sono eccezioni. 

Ma cosa dobbiamo intendere per tortura? Se leggiamo cosa dice la Convenzione contro la tortura e altre pene o trattamenti crudeli, inumani o degradanti del 10 dicembre 1984 – ricordiamo che il 10 dicembre è la Giornata dei diritti umani – entrata in vigore il 26 giugno 1987, vediamo che l’articolo 1 definisce la tortura come segue: «qualsiasi atto con il quale sono inflitti a una persona dolore o sofferenze acute, fisiche o psichiche, segnatamente al fine di ottenere da questa o da una terza persona informazioni o confessioni, di punirla per un atto che ella o una terza persona ha commesso o è sospettata di aver commesso, di intimidirla od esercitare pressioni su di lei o di intimidire od esercitare pressioni su una terza persona, o per qualunque altro motivo basato su una qualsiasi forma di discriminazione, qualora tale dolore o tali sofferenze siano inflitti da un funzionario pubblico o da qualsiasi altra persona che agisca a titolo ufficiale, o sotto sua istigazione, oppure con il suo consenso espresso o tacito. Tale termine non si estende al dolore o alle sofferenze derivanti unicamente da sanzioni legittime, ad esse inerenti o da esse provocate». La tortura consiste quindi nell’arrecare a un’altra persona un dolore fisico o emotivo insopportabile allo scopo di ottenere informazioni, ottenere una confessione di qualche tipo, punire quella persona per qualcosa che ha fatto o è sospettata di aver fatto, costringere qualcuno a raggiungere un certo obiettivo, o allo scopo di intimidire, sottomettere o degradare qualcuno sulla base di una discriminazione di qualsiasi tipo. Questo esclude qualsiasi danno derivante da sanzioni o punizioni legittimamente imposte, purché siano appropriate e proporzionate. 

Ovviamente, quando si parla di tortura, si pensa sempre a quelle azioni compiute per mano di pubblici ufficiali o di altre persone che svolgono un qualche tipo di servizio pubblico, su loro esplicita richiesta, con il loro consenso e silenzio. Quindi, gli atti di tortura sono commessi da quelle persone che esercitano funzioni di potere e che, abusando dell’autorità, compiono vari atti di aggressione fisica, sessuale ed emotiva che sono assolutamente impropri in qualsiasi funzionario pubblico e sono inammissibili al giorno d’oggi. 

Tuttavia, se è vero che la Convenzione contro la tortura è stata firmata e ratificata praticamente da tutti i Paesi del mondo (anche se il suo rispetto è un’altra questione), ci sono molti Paesi che non hanno firmato né ratificato il Protocollo opzionale alla Convenzione contro la tortura e altre pene o trattamenti crudeli, inumani o degradanti, adottato nel 2002 ed entrato in vigore nel 2006. Sono proprio i Paesi che non hanno aderito a questo protocollo a essere regolarmente accusati di commettere atti di tortura contro la popolazione civile o nelle carceri, anche se a volte le accuse di tortura sono rivolte anche ai Paesi che hanno firmato e ratificato sia la Convenzione che il Protocollo. Purtroppo, le azioni non sono sconosciute a quasi nessun Paese e, nella stragrande maggioranza di essi, la tortura, in qualsiasi forma venga commessa, è riconosciuta come un crimine che deve essere perseguito in ogni circostanza e senza eccezioni. 

Va infatti ricordato che la tortura è una chiara violazione dei diritti umani e, per questo motivo, è totalmente vietata dal diritto internazionale. Tale divieto è sancito non solo dalla Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo, dalla Convenzione e dal Protocollo, ma anche dal Patto internazionale sui diritti civili e politici del 1966, dalla Convenzione europea sui diritti dell’uomo del 1950, dalla Convenzione europea per la prevenzione della tortura del 1987, dalla Carta africana dei diritti dell’uomo e dei popoli del 1981 e dalla Convenzione americana sui diritti dell’uomo del 1969.

Ma possiamo andare molto oltre. Il fatto è che, a prescindere dalla forma in cui viene commesso, nell’ambito del diritto internazionale, è considerato un crimine contro l’umanità ed è espressamente incluso nello Statuto di Roma della Corte penale internazionale, all’articolo 7.1.f), e anche nel diritto internazionale consuetudinario. In altre parole, ci troviamo di fronte a un crimine così grave e abominevole, il cui rifiuto è unanime, il cui perseguimento non va mai in prescrizione e che tutti i Paesi sono obbligati a perseguire indipendentemente dal fatto che abbiano o meno firmato i trattati internazionali che esistono contro il crimine di tortura. 

Ma la realtà è ben diversa e, per questo motivo, poiché la tortura esiste ancora, spesso più vicina di quanto si pensi, gli Stati hanno l’obbligo di garantire che nessuna persona, chiunque essa sia, in nessuna circostanza, possa essere sottoposta a qualsiasi forma di tortura, umiliazione o trattamento inumano e degradante. Il sostegno alle vittime è quindi indiscutibile. Ma non è necessario lavorare solo sul recupero dei postumi fisici, molti dei quali sono permanenti, ma anche sul recupero dei postumi psicologici, affinché le vittime di tortura possano reintegrarsi pienamente nella società a cui appartengono con pieni diritti. Tutto questo senza dimenticare il diritto di tutte le vittime e delle loro famiglie alla giustizia, alla verità, alla riparazione e alla garanzia di non ripetizione. Perché questo è l’unico modo per garantire il rispetto di ogni singola vittima, dei suoi diritti più basilari ed elementari, basandosi sulla sua responsabilizzazione in tutti gli ambiti della società e insieme all’azione della giustizia affinché i responsabili siano chiamati a rispondere dei loro crimini e affinché queste atrocità non vengano mai più commesse. 

A questo punto, è necessario ricordare che la tortura va molto più in là di quanto si possa pensare. Forse, almeno all’inizio, non ci rendiamo conto che, purtroppo, i casi di umiliazione e di tortura fisica ed emotiva intorno a noi sono molti di più di quelli che possiamo immaginare. Se ci fermassimo a pensare un po’ a quelle situazioni in cui migliaia di persone subiscono quotidianamente azioni che violano la loro dignità, spogliandole della loro condizione di esseri umani, oggettivandole e, quindi, distruggendo completamente ciò che sono fino a limiti aberranti, ci renderemmo conto che la tortura è molto più presente nelle nostre vite e nelle nostre società di quanto pensiamo. 

È vero che quando umiliamo o aggrediamo fisicamente un’altra persona a causa del suo sesso, del colore della sua pelle, del suo Paese di origine, del suo orientamento sessuale e della sua identità di genere, del suo credo religioso o di qualsiasi altra circostanza, quello che facciamo è semplicemente privarla del suo status di persona, oggettivarla, sottovalutarla come inferiore e, quindi, annullare la sua inviolabile dignità di essere umano. Chiamiamo tutte queste azioni violenza contro le donne, razzismo, xenofobia, LGTBIfobia, bullismo e molte altre forme di prepotenza, ma costituiscono indubbiamente anche un atto di umiliazione e tortura che attacca direttamente i suoi diritti più elementari e la sua dignità di essere umano, anche se sono incluse in diversi articoli del Codice Penale e con nomi diversi come reato contro l’integrità morale, reato di violenza contro le donne, reato di lesioni o, tra i molti altri nomi, reato di odio. Perché, in sostanza, tutte queste azioni violano quel diritto che è veramente assoluto, che non ha limiti e che tutte le persone possiedono per il solo fatto di essere esseri umani: il diritto a non essere mai umiliati o torturati, in nessuna circostanza, sempre nel rispetto della dignità della persona. Questo è ciò che si evince dall’articolo 5 della Dichiarazione universale dei diritti dell’uomo e questo è il nucleo essenziale di qualsiasi sistema di tutela dei diritti: DIGNITÀ.

Non possiamo lasciare da parte le vittime, perché alcune di loro sono molto più vicine di quanto pensiamo. Per questo motivo, come società e anche come intera comunità internazionale, dobbiamo impegnarci a chiedere la fine di tutte le forme di tortura, non solo di quelle riconosciute come tali nei testi internazionali o nel Codice penale, ma anche di quelle altre forme che, anche se con un nome diverso, sono senza dubbio un atto di umiliazione e tortura. 

L’impunità per tutte le forme di violenza, odio e discriminazione, per tutte le forme di umiliazione e tortura, non può mai essere accettabile in nessuna società. 

Perché la dignità di ogni persona, chiunque essa sia, è totalmente inviolabile e non ci possono essere eccezioni di alcun tipo.

Basta con la tortura e con l’impunità. 

La dignità umana è inviolabile.

Sempre.

🇫🇷FRANÇAIS🇨🇩

LA DIGNITÉ HUMAINE EST INVIOLABLE

(Journée internationale pour le soutien aux victimes de la torture)

En général, les droits ne sont pas absolus. Il existe toujours des limites à l’exercice des droits auxquels tous les êtres humains peuvent prétendre sans distinction aucune. Ainsi, dans les facultés de droit, des cas très variés sont souvent utilisés pour expliquer l’existence de limites à l’exercice des droits de l’homme et des droits fondamentaux qui sont reconnus dans la constitution de tout pays. 

À titre d’exemple, il est vrai que le droit à la liberté est l’un des droits les plus précieux, mais si une personne commet un crime ou accomplit un acte qui porte atteinte aux droits d’une autre personne, elle peut voir son droit à la liberté limité par une interdiction de se rendre dans certains lieux ou, dans les cas les plus graves, par une peine d’emprisonnement. De même, les droits à la liberté d’expression et à la liberté idéologique sont deux des droits les plus importants dans toute démocratie, mais ce droit à la liberté d’expression inclut-il les discours de haine ou la défense de postulats qui promeuvent l’épuration ethnique ou le génocide de communautés entières ? La réponse est claire : NON. Le droit à la vie lui-même peut être considéré comme un droit qui n’est pas absolu si nous devons agir en légitime défense pour défendre notre propre vie, face à un risque certain de mort imminente ou pour prévenir une catastrophe affectant des centaines ou des milliers de personnes. Dans de tels cas, on peut comprendre qu’il ne puisse pas non plus être considéré comme un droit absolu, tant que l’on est confronté à ce type de situations extrêmement graves qui, heureusement, sont toujours très exceptionnelles. 

Cependant, s’il existe un droit véritablement absolu, un droit qui ne peut être violé en aucune circonstance et un droit qui, avant toute autre considération, doit toujours être respecté, ce droit est sans aucun doute le droit de toute personne à ne pas être torturée ou humiliée physiquement ou émotionnellement en aucune circonstance. Ce droit est établi à l’article 5 de la Déclaration universelle des droits de l’homme, qui stipule que «nul ne sera soumis à la torture ni à des peines ou traitements cruels, inhumains ou dégradants». Par conséquent, lorsque nous parlons de l’acte de torturer quelqu’un, nous parlons d’un acte qui détruit et méprise complètement la vie d’une autre personne, en piétinant complètement sa personnalité, son identité en tant qu’être individuel et, par conséquent, sa dignité humaine inviolable en tant qu’être humain. Car c’est la dignité qui est la source commune d’où naissent tous et chacun des droits auxquels toute personne peut prétendre, sans aucune exception. 

Mais que faut-il entendre par torture ? Si l’on lit ce que dit la Convention contre la torture et autres peines ou traitements cruels, inhumains ou dégradants du 10 décembre 1984 – rappelons que le 10 décembre est la journée des droits de l’homme – entrée en vigueur le 26 juin 1987, on constate que l’article 1 définit la torture comme suit : «tout acte par lequel une douleur ou des souffrances aiguës, physiques ou mentales, sont intentionnellement infligées à une personne aux fins notamment d’obtenir d’elle ou d’une tierce personne des renseignements ou des aveux, de la punir d’un acte qu’elle ou une tierce personne a commis ou est soupçonnée d’avoir commis, de l’intimider ou de faire pression sur elle ou d’intimider ou de faire pression sur une tierce personne, ou pour tout autre motif fondé sur une forme de discrimination quelle qu’elle soit, lorsqu’une telle douleur ou de telles souffrances sont infligées par un agent de la fonction publique ou toute autre personne agissant à titre officiel ou à son instigation ou avec son consentement exprès ou tacite. Ce terme ne s’étend pas à la douleur ou aux souffrances résultant uniquement de sanctions légitimes, inhérentes à ces sanctions ou occasionnées par elles. La douleur ou les souffrances résultant uniquement de sanctions légitimes, inhérentes à ces sanctions ou occasionnées par elles, ne sont pas considérées comme des tortures». La torture consiste donc à infliger à une autre personne une douleur physique ou émotionnelle insupportable dans le but d’obtenir des informations ou des aveux, de la punir pour un acte qu’elle a commis ou dont elle est soupçonnée, de la contraindre à atteindre un certain objectif ou d’intimider, de soumettre ou d’avilir une personne sur la base d’une discrimination quelle qu’elle soit. Ceci à l’exclusion de tout préjudice résultant de sanctions ou de punitions légitimement imposées, à condition qu’elles soient appropriées et proportionnées. 

Bien entendu, lorsque nous parlons de torture, nous pensons toujours aux actes commis par des agents publics ou d’autres personnes exerçant une forme de service public, à leur demande expresse, avec leur consentement et leur silence. Ainsi, les actes de torture sont commis par des personnes qui exercent des fonctions de pouvoir et qui, par abus d’autorité, se livrent à divers actes d’agression physique, sexuelle et émotionnelle qui sont totalement inappropriés chez tout fonctionnaire et inadmissibles à notre époque. 

Cependant, s’il est vrai que la Convention contre la torture a été signée et ratifiée par pratiquement tous les pays du monde (bien que son respect soit une autre affaire), de nombreux pays n’ont ni signé ni ratifié le Protocole facultatif à la Convention contre la torture et autres peines ou traitements cruels, inhumains ou dégradants, qui a été adopté en 2002 et est entré en vigueur en 2006. Ce sont précisément les pays qui ne sont pas parties à ce protocole qui sont régulièrement accusés de commettre des actes de torture à l’encontre de la population civile ou dans les prisons, bien que parfois les accusations de torture soient également dirigées contre les pays qui ont signé et ratifié à la fois la Convention et le Protocole. Malheureusement, ces actes ne sont inconnus d’aucun pays et, dans la grande majorité d’entre eux, la torture, sous quelque forme qu’elle soit commise, est reconnue comme un crime qui doit être poursuivi en toutes circonstances et sans exception. 

En effet, il faut rappeler que la torture est une violation manifeste des droits de l’homme et que, pour cette raison, elle est totalement interdite par le droit international. Cette interdiction est inscrite non seulement dans la Déclaration universelle des droits de l’homme, la Convention et le Protocole, mais aussi dans le Pacte international relatif aux droits civils et politiques de 1966, la Convention européenne des droits de l’homme de 1950, la Convention européenne pour la prévention de la torture de 1987, la Charte africaine des droits de l’homme et des peuples de 1981 et la Convention américaine des droits de l’homme de 1969.

Mais nous pouvons aller beaucoup plus loin. En effet, quelle que soit la forme sous laquelle elle est commise, elle est considérée, dans le cadre du droit international, comme un crime contre l’humanité et figure expressément dans le statut de Rome de la Cour pénale internationale, à l’article 7.1.f), ainsi que dans le droit international coutumier. En d’autres termes, il s’agit d’un crime aussi grave et abominable, dont le rejet est unanime, dont les poursuites sont imprescriptibles et que tous les pays sont tenus de poursuivre, qu’ils aient ou non signé les traités internationaux qui existent contre le crime de torture. 

Mais la réalité est tout autre et, pour cette raison, parce que la torture existe encore, souvent plus près qu’on ne le pense, les États ont l’obligation de veiller à ce qu’aucune personne, quelle qu’elle soit, ne puisse, en aucune circonstance, être soumise à une forme quelconque de torture, d’humiliation ou de traitement inhumain et dégradant. Le soutien aux victimes est donc indiscutable. Mais il faut travailler non seulement à la guérison des séquelles physiques, dont beaucoup sont permanentes, mais aussi à la guérison des séquelles psychologiques afin que les victimes de la torture puissent se réintégrer pleinement dans la société à laquelle elles appartiennent, avec tous les droits qui s’y rattachent. Tout cela sans oublier le droit de toutes les victimes et de leurs familles à la justice, à la vérité, à la réparation et à la garantie de non-répétition. C’est en effet la seule façon de garantir le respect de chacune des victimes, de leurs droits les plus fondamentaux et les plus élémentaires, sur la base de leur autonomisation dans toutes les sphères de la société et avec l’action de la justice, afin que les auteurs soient tenus responsables de leurs crimes et que ces atrocités ne soient plus jamais commises. 

À ce stade, il est nécessaire de mentionner que la torture va beaucoup plus loin que nous ne le pensons. Peut-être, du moins au début, ne nous rendons-nous pas compte que, malheureusement, les cas d’humiliation et de torture physique et émotionnelle sont beaucoup plus nombreux que nous ne pouvons l’imaginer. Si nous nous arrêtons un peu pour réfléchir à ces situations dans lesquelles des milliers de personnes subissent quotidiennement des actes qui violent leur dignité, les dépouillent de leur condition d’êtres humains, les réduisent à l’état d’objet et, par conséquent, détruisent complètement ce qu’elles sont jusqu’à des limites aberrantes, nous nous rendrons compte que la torture est beaucoup plus présente dans nos vies et dans nos sociétés que nous ne le pensons. 

Il est vrai que lorsque nous humilions ou attaquons physiquement une autre personne en raison de son sexe, de la couleur de sa peau, de son pays d’origine, de son orientation sexuelle et de son identité de genre, de ses croyances religieuses ou de toute autre circonstance, nous la dépouillons tout simplement de son statut de personne, nous l’objectivons, nous la sous-évaluons, nous la considérons comme inférieure et, par conséquent, nous annulons sa dignité inviolable en tant qu’être humain. Nous appelons tous ces actes violence contre les femmes, racisme, xénophobie, LGTBIphobie, harcèlement moral et bien d’autres formes de harcèlement, mais ils constituent sans aucun doute un acte d’humiliation et de torture qui porte directement atteinte à ses droits les plus fondamentaux et à sa dignité en tant qu’être humain, même s’ils sont inclus dans différents articles du code pénal et sous différents noms tels que crime contre l’intégrité morale, crime de violence contre les femmes, crime de blessure ou, parmi bien d’autres noms, crime de haine. Car, par essence, toutes ces actions violent ce droit qui est véritablement absolu, qui n’a pas de limites et que toutes les personnes possèdent par le simple fait d’être des êtres humains : le droit de ne jamais être humilié ou torturé, quelles que soient les circonstances, en respectant toujours la dignité de la personne. C’est ce que reflète l’article 5 de la Déclaration universelle des droits de l’homme et c’est le noyau essentiel de tout système de protection des droits : LA DIGNITÉ.

Nous ne pouvons pas laisser les victimes de côté, car certaines d’entre elles sont beaucoup plus proches que nous ne le pensons. C’est pourquoi, en tant que société et communauté internationale, nous devons nous engager à exiger la fin de toutes les formes de torture, non seulement celles qui sont reconnues comme telles dans les textes internationaux ou dans le code pénal, mais aussi celles qui, bien que portant un nom différent, constituent indubitablement un acte d’humiliation et de torture. 

L’impunité pour toutes les formes de violence, de haine et de discrimination, pour toutes les formes d’humiliation et de torture, ne peut jamais être acceptable dans aucune société. 

Car la dignité de chaque personne, quelle qu’elle soit, est totalement inviolable et ne peut souffrir d’aucune exception.

Plus de torture, plus d’impunité. 

La dignité humaine est inviolable.

Toujours.

 🇵🇹PORTUGUÊS🇧🇷

A DIGNIDADE HUMANA É INVIOLÁVEL

(Dia Internacional de Apoio às Vítimas da Tortura)

Em geral, os direitos não são absolutos. Há sempre limites ao exercício dos direitos que assistem a todos os seres humanos sem distinção de qualquer espécie. Assim, nas escolas de Direito, recorre-se frequentemente a uma grande variedade de casos para explicar a existência de limites ao exercício dos direitos humanos e dos direitos fundamentais reconhecidos na Constituição de qualquer país. 

A título de exemplo, é verdade que o direito à liberdade é um dos direitos mais preciosos, mas se uma pessoa cometer um crime ou praticar um ato que prejudique os direitos de outra pessoa, o seu direito à liberdade pode ser limitado pela proibição de se deslocar a determinados locais ou, nos casos mais graves, pela prisão. Da mesma forma, os direitos à liberdade de expressão e à liberdade ideológica são dois dos direitos mais relevantes em qualquer democracia, mas será que este direito à liberdade de expressão inclui o discurso de ódio ou a defesa de postulados que promovem a limpeza étnica ou o genocídio de comunidades inteiras? É evidente que a resposta é clara: NÃO. Mesmo o próprio direito à vida pode ser considerado um direito não absoluto se tivermos de agir em legítima defesa para defender a nossa própria vida, perante um certo risco de morte iminente ou para evitar uma catástrofe que afecte centenas ou milhares de pessoas. Nestes casos, compreende-se que também não possa ser considerado um direito absoluto, desde que estejamos perante este tipo de situações de extrema gravidade que, felizmente, são sempre muito excepcionais. 

No entanto, se há um direito que é verdadeiramente absoluto, um direito que não pode ser violado em circunstância alguma e um direito que, acima de todas as outras considerações, deve ser sempre respeitado, esse direito é, sem dúvida, o direito de cada pessoa a não ser torturada ou humilhada física ou emocionalmente em circunstância alguma. Este direito está consagrado no artigo 5.º da Declaração Universal dos Direitos do Homem, quando afirma que “ninguém será submetido à tortura, nem a tratamento ou castigo cruel, desumano ou degradante». Portanto, quando falamos do ato de torturar alguém, estamos a falar de uma ação que destrói e despreza completamente a vida de outra pessoa, espezinhando completamente a sua personalidade, a sua identidade enquanto ser individual e, portanto, a sua dignidade humana inviolável enquanto ser humano. Pois é a dignidade a fonte comum de onde nascem todos e cada um dos direitos a que todas as pessoas têm direito, não há excepções. 

Mas o que é que devemos entender por tortura? Se lermos o que diz a Convenção contra a Tortura e Outras Penas ou Tratamentos Cruéis, Desumanos ou Degradantes, de 10 de dezembro de 1984 – lembremo-nos que 10 de dezembro é o Dia dos Direitos Humanos – que entrou em vigor a 26 de junho de 1987, podemos ver que o artigo 1º define a tortura da seguinte forma «qualquer acto por meio do qual uma dor ou sofrimentos agudos, físicos ou mentais, são intencionalmente causados a uma pessoa com os fins de, nomeadamente, obter dela ou de uma terceira pessoa informações ou confissões, a punir por um acto que ela ou uma terceira pessoa cometeu ou se suspeita que tenha cometido, intimidar ou pressionar essa ou uma terceira pessoa, ou por qualquer outro motivo baseado numa forma de discriminação, desde que essa dor ou esses sofrimentos sejam infligidos por um agente público ou qualquer outra pessoa agindo a título oficial, a sua instigação ou com o seu consentimento expresso ou tácito. Este termo não compreende a dor ou os sofrimentos resultantes unicamente de sanções legítimas, inerentes a essas sanções ou por elas ocasionados». A tortura consiste, portanto, em causar a outra pessoa dores físicas ou emocionais insuportáveis com o objetivo de obter informações, obter uma confissão de qualquer tipo, punir essa pessoa por algo que tenha feito ou seja suspeita de ter feito, coagir alguém a atingir um determinado objetivo, ou com o objetivo de intimidar, subjugar ou degradar alguém com base em qualquer tipo de discriminação. Isto com exclusão de qualquer dano resultante de sanções ou castigos legitimamente impostos, desde que sejam adequados e proporcionais. 

Obviamente, quando falamos de tortura, pensamos sempre em actos praticados por funcionários públicos ou por outras pessoas que prestam algum tipo de serviço público, a seu pedido expresso, com o seu consentimento e em silêncio. Assim, os actos de tortura são cometidos por aquelas pessoas que exercem funções de poder e que, por abuso de autoridade, praticam diversos actos de agressão física, sexual e emocional que são totalmente impróprios em qualquer funcionário público e que são inadmissíveis nos dias de hoje. 

No entanto, se é verdade que a Convenção contra a Tortura foi assinada e ratificada por praticamente todos os países do mundo (embora o seu cumprimento seja outra questão), há muitos países que não assinaram nem ratificaram o Protocolo Facultativo à Convenção contra a Tortura e outras Penas ou Tratamentos Cruéis, Desumanos ou Degradantes, que foi adotado em 2002 e entrou em vigor em 2006. São precisamente os países que não são parte deste protocolo que são regularmente acusados de cometer actos de tortura contra a população civil ou nas prisões, embora por vezes as acusações de tortura sejam também dirigidas contra os países que assinaram e ratificaram tanto a Convenção como o Protocolo. Infelizmente, as acções não são desconhecidas de quase nenhum país e, na grande maioria deles, a tortura, seja qual for a forma como é cometida, é reconhecida como um crime que deve ser perseguido em todas as circunstâncias e sem exceção. 

De facto, importa recordar que a tortura é uma clara violação dos direitos humanos e, por essa razão, é totalmente proibida pelo direito internacional. Esta proibição está consagrada não só na Declaração Universal dos Direitos do Homem, na Convenção e no Protocolo, mas também no Pacto Internacional sobre os Direitos Civis e Políticos de 1966, na Convenção Europeia dos Direitos do Homem de 1950, na Convenção Europeia para a Prevenção da Tortura de 1987, na Carta Africana dos Direitos do Homem e dos Povos de 1981 e na Convenção Americana dos Direitos do Homem de 1969.

Mas podemos ir muito mais longe. E o facto é que, qualquer que seja a forma como é cometido, no âmbito do direito internacional, é considerado um crime contra a humanidade e está expressamente incluído no Estatuto de Roma do Tribunal Penal Internacional, no artigo 7.1.f), e também no direito internacional consuetudinário. Ou seja, estamos perante um crime tão grave e abominável, cuja rejeição é unânime, cuja ação penal nunca prescreveu e que todos os países são obrigados a julgar, independentemente de terem ou não assinado os tratados internacionais que existem contra o crime de tortura. 

Mas a realidade é bem diferente e, por isso, porque a tortura continua a existir, muitas vezes mais perto do que pensamos, os Estados têm a obrigação de garantir que nenhuma pessoa, seja ela quem for, em circunstância alguma, possa ser sujeita a qualquer forma de tortura, humilhação ou tratamento desumano e degradante. O apoio às vítimas é, portanto, inquestionável. Mas é necessário trabalhar não só na recuperação das sequelas físicas, muitas das quais permanentes, mas também na recuperação das sequelas psicológicas para que as vítimas de tortura possam reintegrar-se plenamente na sociedade a que pertencem com todos os direitos. Tudo isto sem esquecer o direito de todas as vítimas e das suas famílias à justiça, à verdade, à reparação e à garantia de não repetição. Porque esta é a única forma de garantir o respeito por todas e cada uma das vítimas, pelos seus direitos mais básicos e elementares, com base no seu empoderamento em todas as esferas da sociedade e em conjunto com a ação da Justiça para que os autores sejam responsabilizados pelos seus crimes e para que estas atrocidades nunca mais sejam cometidas. 

Neste ponto, é necessário mencionar que a tortura vai muito mais longe do que pensamos. Talvez, pelo menos no início, não nos apercebamos de que, infelizmente, há muito mais casos de humilhação e tortura física e emocional à nossa volta do que podemos imaginar. Se parássemos para pensar um pouco nessas situações em que milhares de pessoas sofrem diariamente acções que violam a sua dignidade, retirando-lhes a sua condição de seres humanos, objectivando-as e, por isso, destruindo completamente quem elas são até limites aberrantes, perceberíamos que a tortura está muito mais presente nas nossas vidas e nas nossas sociedades do que pensamos. 

É verdade que quando humilhamos ou agredimos fisicamente outra pessoa por causa do seu sexo, da cor da sua pele, do seu país de origem, da sua orientação sexual e identidade de género, das suas crenças religiosas ou de qualquer outra circunstância, o que estamos a fazer é simplesmente despojá-la do seu estatuto de pessoa, objectivando-a, desvalorizando-a como inferior e, portanto, anulando a sua dignidade inviolável como ser humano. Chamamos a todas estas acções violência contra as mulheres, racismo, xenofobia, LGTBIfobia, bullying e muitas outras formas de intimidação, mas também constituem, sem dúvida, um ato de humilhação e tortura que atenta diretamente contra os seus direitos mais elementares e a sua dignidade como ser humano, embora estejam incluídas em diferentes artigos do Código Penal e sob diferentes designações, como crime contra a integridade moral, crime de violência contra as mulheres, crime de injúria ou, entre muitas outras designações, crime de ódio. Porque, na sua essência, todas estas acções violam aquele direito que é verdadeiramente absoluto, que não tem limites e que todas as pessoas possuem pelo simples facto de serem seres humanos: o direito de nunca ser humilhado ou torturado, em nenhuma circunstância, respeitando sempre a dignidade da pessoa. É o que está refletido no artigo 5º da Declaração Universal dos Direitos do Homem e é o núcleo essencial de qualquer sistema de proteção dos direitos: A DIGNIDADE.

Não podemos deixar de lado as vítimas, porque algumas delas estão muito mais próximas do que pensamos. É por isso que, enquanto sociedade e também toda a comunidade internacional, temos de nos empenhar em exigir o fim de todas as formas de tortura, não só as que são reconhecidas como tal nos textos internacionais ou no Código Penal, mas também sob aquelas outras formas que, embora com um nome diferente, são sem dúvida um ato de humilhação e tortura. 

A impunidade de todas as formas de violência, de ódio e de discriminação, de todas as formas de humilhação e de tortura, não pode ser aceite em nenhuma sociedade. 

Porque a dignidade de cada pessoa, seja ela quem for, é totalmente inviolável e não pode haver excepções de qualquer espécie.

Chega de tortura e chega de impunidade. 

A dignidade humana é inviolável.

Sempre.

Deja un comentario